Las reuniones de estas pasadas navidades han despertado en mi mente analítica una desmedida curiosidad. Y es que pude constatar como los discursos de los adultos de más edad se habían vuelto con el discurrir del tiempo más conservadores y más cargados de prejuicios. Nada preocupante pero si ciertamente sorprendente. Así que me he puesto manos a la obra para hallar una posible explicación y he encontrado un estudio de William von Hippel, profesor de Psicología de la Universidad de Queensland (Australia). Según este investigador, con la edad los lóbulos frontales de nuestro cerebro son los primeros en sufrir deterioro físico. Este deterioro, que no llega a afectar a nuestra inteligencia, si degrada en cambio algunas áreas cerebrales encargadas de la inhibición de ciertos pensamientos. Lo que provocaría que a los adultos de edad avanzada les cueste más reprimir la verbalización de sus ideas, incluyendo aquellas que no gozan de aceptación social. Se podría decir entonces , que con la edad se va degradando el filtro que inhibe nuestros ideales más inconfesables. Otras investigaciones también han constatado que según pasan los años nos volvemos además menos sociales y más críticos. Así que amigos, no son las canas o las arrugas lo que debe alertarnos. Descubrirnos defendiendo ideales llenos de prejuicios, más gruñones, intolerantes o críticos será una señal inequívoca de que nuestra juventud nos mira ya desde un horizonte lejano.
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La navidad es una época típicamente familiar, alrededor de mesas profusamente decoradas prolongadas hasta el infinito se reúnen los clanes dando feliz cuenta a singulares viandas, brebajes y dulces… Las tradiciones familiares de estos días nos transportan a infancias más o menos remotas, en mi caso remotos recuerdos de canciones entonadas al son de la granulosa botella de "Anís del Mono", de apretujados bailes en salones atestados de sillas y de muchos juegos. Encontrar un juego de mesa en el que puedan participar los más pequeños de la casa puede ser complicado, ya que o el juego es excesivamente sencillo lo que acaba aburriendo rápidamente a los adultos o es tan complicado que ellos no pueden seguirlo. Si sois como yo fanáticos de crear momentos compartidos quizás os pueda ser de ayuda la solución que encontré para adaptar el Trivial Pursuit a todas las edades. En la librería descubrí estas divertidas tarjetas con preguntas y respuestas adaptadas según el ciclo escolar 2-3 años, 4-5 años, 5-6 años, 7-8 años…. Así que cuando les tocaba el turno a mis pequeños en el Trivial utilizábamos estas tarjetas dejando las que proporciona el juego para nuestras atormentadas neuronas adultas. En este caso, que las preguntas sean temáticas según el color del quesito es inaplicable, pero aparte de eso el juego transcurrió sin mayor problema. Gracias a esta sencilla solución mi pequeño de cuatro años pudo no sólo participar, sino darnos una tremenda paliza completando todas sus porciones en tiempo record, mientras mi quesera lucía una triste porción completada. En el almacén de los recuerdos atesoraré para el futuro su resplandeciente cara y sus interminables saltitos de júbilo. La partida logró además un objetivo impensable… rescatar al abuelo del hipnótico poder de la televisión. Los teatros del centro de Madrid llenan estos días sus carteleras de apetitosos espectáculos infantiles que son una estupenda opción lúdica para las navidades. Sin embargo, es precisamente en estas festivas ocasiones cuando muchas personas huyen del centro debido a las aglomeraciones. Estas familias poco amantes de las multitudes cuentan con la posibilidad de acudir a los innumerables auditorios de los municipios de la Comunidad.
Y esa fue precisamente nuestra elección del fin de semana pasado. En el Auditorio Municipal de Colmenar Viejo asistimos a la representación de “Antón comodón”, a un precio muy asequible. Una obra con una educativa moraleja para más los pequeños de la casa y para los adultos que inmersos en la prisa del día a día impedimos en multitud de ocasiones que nuestros hijos realicen aquellas tareas para las que ya están preparados. La autonomía de los pequeños es sin duda en muchos hogares una asignatura pendiente. Sin embargo, en esas primeras etapas es fundamental para el correcto desarrollo de una autoimagen positiva. La independencia al ponerse el abrigo, atarse los cordones, lavarse los dientes… dota a los niños de un increíble sentimiento de capacidad. Una evaluación realista de sus habilidades nos dará la pista de la cantidad de rutinas diarias que pueden realizar por sí solos. Al hilo de la historia que observábamos en escena aproveche la ocasión para reforzar la autoestima de mi pequeño de cuatro años celebrando con él la cantidad de hitos que ya había conseguido en comparación con el perezoso personaje de Antón. Además de aportarme el ejemplo perfecto para animarle a esforzarse en la consecución de aquellos objetivos que aún están en proceso de aprendizaje. El temido presidente Donald Trump ha sido definido en multitud de publicaciones como una persona extremadamente narcisista. Muchas de sus actuaciones públicas apoyarían esta afirmación que de ser cierta, situaría la política estadounidense en manos de una personalidad inestable, irreflexiva e insensible.
El narcisismo considerado como amor propio puede aludir a rasgos de una personalidad normal e incluso sana a la que Theodore Millon denominaba el “narcisista saludable”. Una equilibrada combinación de auto-confianza y empatía con el prójimo. Sin embargo, en casos extremos nos encontraríamos ante un desorden psicológico llamado Trastorno Narcisista de la Personalidad (NPD). Una disfunción patológica consistente en una sobrevaloración de la propia importancia, un deseo irrefrenable de admiración, un egoísmo agudo, falta de empatía, arrogancia, rencor, competitividad, envidia… Cómo veréis la lista de cualidades negativas es interminable y ciertamente estremecedora si se relaciona con cargos que ostenten tanto poder. ¿Cómo es posible, por tanto, que una persona con semejantes características llegue tan lejos? En primer lugar a los narcisistas les gusta el poder y dirigen todas sus energías en lograrlo. Para conseguirlo se convierten en seductores implacables, la teatralidad de sus intervenciones, su carisma, su humor ácido, la contundencia de sus palabras les genera un halo de confianza, de seguridad del que realmente carecen. Y es que el narcisista patológico esconde una autoestima dinamitada. Algunos autores atribuyen el origen de este desorden de la personalidad a una actitud indiferente de los padres que generaría tal inseguridad que para afrontarla el individuo sobrecompensaría su autoimagen. Otros autores en cambio, lo atribuyen a una veneración excesiva por parte de los progenitores que llevaría al individuo a una percepción desproporcionada de sus cualidades y capacidades. Según la clasificación de Theodore Millon y las descripciones de quienes han tratado con Donald Trump nos podríamos encontrar ante un “narcisista elitista”. La persona con este tipo de narcisismo se autodefine como perteneciente a una clase superior merecedora de los más altos privilegios. Para mantener su autoimagen se relaciona exclusivamente con aquellas personas que vanaglorian su ego manteniéndole de esta manera en una burbuja pretenciosa mediante la aceptación sumisa de sus deseos. Es la clase de individuo que luce distintivos que denotan su pertenencia a una elite exitosa y exclusiva. El peligro de estas personalidades en entornos de poder es el carácter irreflexivo de sus decisiones. Su atención esta tan centrada en su desmesurado ego que son incapaces de una reflexión profunda, comprometida y abierta a admitir distintos puntos de vista que enriquezcan las decisiones y den lugar a acuerdos consensuados. La crítica es para ellos una amenaza ante la que reaccionar tan contundentemente que pueden llegar a adoptar conductas agresivas. Si para conducir es preciso realizar algunas pruebas psicotécnicas quizás no estaría de más que para dirigir una nación los candidatos pasasen algún tipo de control que les acreditara como psicológicamente equilibrados. “El tiempo otoñal dará paso en los próximos días a un frío invernal”… esta afirmación que hasta hace poco evocaba en mi mente tranquilas tardes de sofá, aderezadas por una cálida mantita, una buena peli (o mala según el caso) y un inmenso bol de palomitas. Se ha visto trastocada por mi rol de madre de dos precios@s a la vez que ruidos@s retoñ@s , de tal manera que la antes apacible frase ha pasado a producirme serios escalofríos.
Ante tales predicciones meteorológicas, mi cabeza comienza a elucubrar rápidamente planes alternativos que nos liberen de un temible encierro esta vez involuntario. De pronto una idea brilla radiante “¿y si vamos a la bolera?”... Parece que el plan agrada no sólo a nuestro clan, sino también a nuestros amigos lo que sin duda alguna aumentará con creces la diversión. He de reconocer con cierta vergüenza que nunca había estado en una bolera. Pero mis intentos por reclamar como principiante la inestimable ayuda de las barras laterales que iban a poner a los peques fueron enérgicamente rechazados. Así que he de reconocer con mayor sonrojo aún que me costó varias tiradas pillarle cierto truquillo, válido al menos para alcanzar alguno de los bolos que insolentes se resistían con obstinación. Las caras de los niñ@s eran el fiel reflejo de la emoción, la ilusión, la alegría… bailes, saltos y gritos de júbilo se iban sucediendo en cada partida. Mi pequeño resplandeciente y primerizo como yo, a punto estuvo de hacer un agujero a la pista por lanzar la bola como si de una pelota se tratase. La tarde transcurrió deprisa sin que la suerte del principiante me acompañara. Los peques invencibles arrasaron en el marcador. Al menos me quedó el consuelo de ganar a mi marido por un bolo de diferencia lo que me situó en un privilegiado lugar desde el que poder torturarle con algunas dosis de esa ironía que le caracteriza. |
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